Las hojas guillete y las bolitas de cera

Eran talvez las once de la mañana de un día sin pena ni gloria, de esas mañanas con el sol a media asta pero un frio que cala el alma, cuando mi padre me convoco a comparecer ante su presencia y me encomendo la delicada tarea de ir a comprar unas hojas de afeitar en el mercado negro de la ciudad.

Mi padre solo usaba hojas de afeitar marca Gillette porque aseguraba que era la única la hoja de afeitar de un espesor de 0,05 mm y un filo de corte de solo 0,0006 mm, cuyo acero se templaba calentándolo a una temperatura superior a 1.000 ºC y luego enfriándolo bruscamente al 12% y 18%, y tal proceso proporcionaba una dureza singular comentaba y al momento de rasurarse frente al espejo siempre repetía el refrán: ” El día que no me afeité, vino a mi casa quien no pensé. ”

Esa mañana como de costumbre tenía que salir y debía lucir aseado, con el cabello negro lustroso previamente embadurnado de brillantina marca “Glostora” y con la cara rasurada y suave como poto de guagua.

Me alcanzo un “loro” que era la denominación popular de un billete de diez pesos por tener el color verde, no sin antes recomendarme que tuviera cuidado y que luego de comprar las hojas de afeitar reclame por el cambio y que vuelva velozmente a casa porque no había mucho tiempo.

Diez pesos en aquella época para unos malandrines de diez años era una fortuna apreciable tanto así que bien podía servir para invitarse al cine un montón de veces (naturalmente a los palcos de gallo del extinto cine Omiste y a las funciones dobles de matinal con gancho ) o zamparse unos kilos de helados de chirimoya en la tienda de dona Brigida cuya heladería quedaba en la plazuela 25 de mayo muy cerca de mi casa o simplemente alquilarse las destartaladas bicicletas de mis vecinos los Campos.

Yo, como siempre, mataperro y bandolero me lleve a cuestas a mi primo Charles y a mi hermano Oscar a compartir de la aventura.

Una ves con el loro en la mano, salimos de la casa como huracanes en tiempos de tormentas trastabillando por encima de las macetas y aullando como si fuéramos gatos callejeros en temporada de celo.

Salimos raudos como el viento, doblando a la derecha y corriendo y chillando hasta la 25 de Mayo, pensando que mi padre podría cambiar de idea y ante semejante posibilidad corrimos como almas que lleva el diablo, pasamos cerca de la zapatería de mi amigo el Chafallo y la papelería de la esquina donde mi abuela compraba papel parafinado para hacer las guirnaldas, nos paramos para tomar un poco de aliento y brevemente nos desorientamos ante la bifurcación de la plazoleta en cuestión.

Había dos alternativas para continuar el trayecto, continuar rumbo a la pila Pichincha o empinarse hacia abajo por la calle Chuquisaca, ante la disyuntiva nos inclinamos por la pendiente más fácil, pasamos por la heladería el “Esquimo”, continuamos sin parar unos veinte pasos más por la breve transversal del bulevar y casi raspando doblamos la eterna farmacia Copacabana, viramos exactamente 45 grados y casi rodando llegamos a las gradas de la catedral.

Decidimos tomar un respiro y cruzamos hacia el frente y nos sentamos al borde de la mini estatua de la libertad en pleno centro de la Plaza principal.

Por aquellos tiempos, la plaza esbozaba vertientes de congeladas aguas y estaba rodeada de pinos altos, de esos que nunca mueren, tenia los alrededores esparcidos por pedazos de césped y sus lozetas inermes estaban incrustadas de flores rojas y amarillas desparramadas de los únicos floripondios de los andes.

Esta singular flora altiplanica estaba protegida por murallas de alambres de púasque impedía el traspazo no autorizado , o quizás las pusieron para espantar a las ratas del lugar o para mantener de lejitos a la muchedumbre de díscolos niños que jugaban “guerritas” en sus predios meridianos.

También la plaza era refugio de esos enamorados sin cama ni centavo que se besuqueaban de reojo, a la intemperie en el crepúsculo de la tarde, amortiguando el eco de sus libinidosos jadeos con el aleteo de las palomas y el ruido perfecto del tin tin de las campanas y por supuesto y como siempre era el teatro de operaciones de los politiqueros y vendedores de palabra.

Invariablemente cada domingo por las mañanas esta histórica plaza se nutria de gente venida desde todos los confines de la villa y se convertía en ópera abierta donde la muchedumbre se agolpaba para deleitarse con las concertinas disonantes de los retretes matinales que los ja’chus de la policia y milicos acantonados en el cuartel ofrecían para congraciarse con la gente.

Sigamos delante yo decía azuzando a mi tropa, y así llegamos a la imponente casa de la Moneda. Nos paramos en el frontón mismo de la vieja casona y atisbamos por el ojo de la aldaba de hierro el interminable empedrado de sus callejones abovetados, vimos boquiabiertos las ondulaciones de tejas rojas de sus techos y nos asustamos un poco ante la sonrisa de su mascaron pifiatico .

Continuamos la travesía doblando a la izquierda por la calle bolívar hasta llegar a la esquina misma del mercado central, bajamos 50 metros y nos topamos con la iglesia de San Lorenzo, nos detuvimos unos instantes, y vi rápidamente que Oscar y Charles se persignaban, por la cara de asombro que llevaban pude ver en su contrición de niños asustados que ya anunciaban el desenlace de nuestra aventura.

Adelante… sigamos… no podemos detenernos yo gritaba…

Nuestro destino estaba cerca, unos pasitos mas adelante, a medio camino entre el pasaje de los héroes del chaco y el mercado negro.

No tengo idea del porqué le pusieron ese nombre de “pasaje de los héroes del chaco” porque seguro estoy que los combatientes de esas luchas no eran ni comerciantes, ni vendedores de ilusiones, pero que se le puede hacer a la cojudez burocrática de los nombradores de calles y callejones de la alcaldía?

El mercado negro en Potosi, es como una bazar árabe, repleto de artículos de toda laya, desde agujas para acupuntura, aceite de boa para los calosfríos, nariz de zorro para la amartelacion, abarcas ortopedicas hechas de llantas de camión Isuzu, chompas de lana de Guanaco, rancios desodorantes en barras, hasta bacines de porcelana, etc., y por supuesto hojas de afeitar marca Gillette.

Bajamos las graditas de cemento que conectan a ese viejo recoveco donde en filera estaban las empotradas casuchitas de techos de nailon y aluminio, que servían de boutiques de belleza propias del tercer mundo.

Eran unos cuchitriles de mala muerte del que colgaban las pastas de dientes Colgate, los peines de plastico, las hojas de afeitar, los chorizos de champú motacu y otros cientos de chucherías dedicadas a la conservación de la belleza.

Pero el destino es impredecible y misterioso, justo antes de comprar las hojas afiladas, miro alrededor y veo entre concertinas y contadores de fortunas a un pajpaku de tes morena, ataviado con pantalones de tela, camisa a cuadros y cachos quichute en los pies.

Estaba parado como poste de luz junto a su turba de malhechores y apostadores alquilados, escrutando con sus ojos aguileños a los transeúntes.

Lo vi sonriente, inamovible frotándose las manos y dando palmadas para llamar la atención de su mono desnutrido que estaba encaramado en su hombro derecho.

El pobre mono seguramente secuestrado de los yungas estaba trajeado con overoles de Aguayo y con un sombrero mexicano hecho a escala, distribuyendo papeles rosados de fortuna, comiendo plátano y rascándose sus minúsculas axilas.

Este empresario del casino criollo, tenía tres tapitas de botella y una bolita de cera sobre una endeble mesita cubierta por un pedacito de paño azul.

El mozalbete sin corazón ni misericordia, entretenia y deslumbraba con pasmosos movimientos de manos y una voz de tarabilla invitaba a los transeúntes al juego y a la apuesta.

El famoso truco de las tapitas es como el triángulo de las Bermudas donde la bolita se pierde sin rastro alguno porque aparentemente entra por debajo de una tapita pero en un cerrar de ojos desaparece como por arte de magia y luego sin que ni Los Ángeles se percaten aparece debajo de la última tapita.

Nos quedamos viendo a este aprendiz de brujo, contemplando científicamente la posibilidad de doblar o triplicar el capital y con cuyos réditos ya estábamos mentalmente saboreando los gustos del cine, los helados o las bicicletas.

Oliendo carne fresca y dinero fácil, el malabarista -seguramente un Peruano del Callao o un cholo Paceño avispado – nos dice “chiquitos o juegan a la bolita o recórranse más allacito”.

Yo me acerco y le digo ‘te apuesto cinco pesos’ (la mitad del loro que me dio mi padre) sin pestañear ni perder la vista ni por un milisegundo sigo los movimientos de sus manos y las mentalmente calculaba las coordenadas y la posición de la bolita en cada iteración que hacia el malavida.

Cien por ciento seguro y con inaudita confianza levanto con mis manos temblorosas la tapita del centro en la cual estaba yo seguro que se encontraba la endemoniada bolita y lógicamente la bolita estaba debajo de la tapita del vecino, se me subió el estómago al pecho , perdí los cinco pesos y me cague de miedo en el acto.

Admito, que la culpa fue enteramente mía al principio porque yo fui el incitador de tan descabellada aventura, sin embargo la culpa final la tiene Charles, porque el fue quien dijo “hay que rescatar el dinero”.

Si bien los diez pesos estaban destinados a comprar unas Gillete bien podíamos con los restantes cinco comprar unas Astras y embaucar a mi viejo pero nica, el primo ansiaba revancha.

Se asoma al atracador de niños y le dice “te apuesto los remanentes cinco pesos” y el Cholo desalmado con su siniestra risa de enero a diciembre dice “claro pues, como no, chiquito” fíjate bien donde esta la bolita….” un par de segundos después que parecieron una eternidad la bolita otra ves desapareció y loro de mi papa se esfumó.

Fue ahí y en aquella época que mis días de timbero empezó y trágicamente terminó porque hoy que aunque tengo cerca los grandes casinos de Atlantic City y las Vegas no juego ni apuesto.

De como llegamos a casa y el resultado de tal aventura es motivo de otro articulo y colorin colorado esta trama se ha terminado.